El universo no comenzó con separación, sino con unidad. Desde la singularidad primordial del Big Bang surgieron todas las partículas, la energía y la información, expandiéndose explosivamente en el espacio-tiempo. Como atestigua la cosmología moderna, todo en el universo fue alguna vez uno —un punto denso e ilimitado de potencial infinito. Aunque el espacio se ha expandido desde entonces a lo largo de miles de millones de años y años luz, el entrelazamiento cuántico establecido en esos primeros momentos podría persistir.
En la física cuántica, las partículas entrelazadas —sin importar cuán lejos estén— comparten correlaciones instantáneas. Esta no localidad desafía las intuiciones clásicas sobre el espacio y la causalidad, pero ha sido confirmada repetidamente en experimentos (por ejemplo, Aspect, Zeilinger). Es posible, entonces, considerar que el cosmos entero conserva una unidad entrelazada subyacente, una especie de eco metafísico de su origen singular.
Esto no solo proporciona una metáfora para la interconexión —puede ofrecer un sustrato científico para verdades espirituales antiguas: lo que hacemos a los demás, nos lo hacemos a nosotros mismos; cada pensamiento o acción tiene consecuencias; el yo no es una unidad limitada, sino un nodo en un todo mayor.
La física moderna ha introducido marcos que sugieren un universo mucho más interconectado y sutil de lo que la mecánica newtoniana jamás permitió.
El Principio Holográfico (t’Hooft, Susskind) sugiere que toda la información dentro de un volumen de espacio puede estar codificada en su frontera. Esto surgió al resolver la paradoja de la información de los agujeros negros (Hawking, Bekenstein) e implica que la información se conserva, no se pierde, incluso en condiciones gravitacionales extremas.
Si la conciencia o la memoria transporta información cuántica —como se especula en la teoría Orch-OR desarrollada por Roger Penrose y Stuart Hameroff— entonces nuestras experiencias podrían imprimirse en la estructura del espacio-tiempo, incluso después de la muerte. Orch-OR propone que la coherencia cuántica dentro de los microtúbulos neuronales permite que la conciencia surja de colapsos orquestados de estados cuánticos —un proceso sensible a la geometría del espacio-tiempo.
Por lo tanto, la conciencia podría ser un proceso fundamental vinculado a la estructura cuántica del universo —no meramente un subproducto emergente de la complejidad bioquímica.
Filosóficamente, estas ideas científicas profundizan preguntas antiguas sobre la identidad:
John Locke argumentó que la identidad personal está arraigada en la continuidad de la memoria. Pero si la memoria está entrelazada no solo con las neuronas, sino con el tiempo, el espacio y los demás, entonces la identidad es mucho más distribuida.
La Monadología de Leibniz describe la realidad como compuesta de unidades indivisibles —mónadas— cada una reflejando el universo a su manera. Hoy, podríamos imaginar cada conciencia como un reflector cuántico, un nodo entrelazado que resuena con todo lo que ha encontrado.
El panpsiquismo, que está experimentando un resurgimiento en la filosofía académica (Goff, Strawson), propone que la conciencia es fundamental y ubicua —como la masa o la carga. Esto hace que la compasión, la consciencia e incluso la acción ética no sean propiedades emergentes, sino características intrínsecas de la materia misma.
La conclusión es radical: el yo no está confinado al cráneo. Somos fenómenos no locales —distribuidos a través del tiempo, la memoria, la interacción y la materia.
El filósofo Maurice Merleau-Ponty argumentó que no somos mentes en cuerpos que miran hacia un mundo, sino seres del mundo, inmersos en sus texturas, colores y ritmos. Esto encuentra apoyo en la cognición encarnada contemporánea, que demuestra que el pensamiento no surge solo del cerebro, sino de la interacción corporal y ambiental.
Biológicamente, esto tiene profundas implicaciones:
La Hipótesis de Gaia (Lovelock, Margulis) argumenta que la Tierra funciona como un organismo único autorregulado. La vida modifica y estabiliza la atmósfera, los océanos y la geología para sostenerse a sí misma.
Las redes micorrícicas —hongos que conectan las raíces de los árboles— comparten agua, nutrientes y señales químicas a través de bosques enteros. Los científicos llaman a esto la “Wood Wide Web”. Estos sistemas se asemejan a redes cuánticas biológicas, donde la vida está entrelazada e interdependiente.
En el Islam, el Corán describe toda la naturaleza como signos (ayāt) —cada parte de la creación alaba a Dios y refleja el orden divino. La humanidad es designada como khalifa (mayordomo), con la responsabilidad ética por la creación. En el Budismo, la originación dependiente (pratītyasamutpāda) enseña que nada surge independientemente —cada ser está entrelazado con los demás.
¿Qué pasa después de la muerte? La neurociencia clásica dice que la conciencia cesa. Pero la física cuántica e informacional sugiere posibilidades más profundas:
La información nunca se destruye —esto es un principio sostenido incluso en la física de los agujeros negros. Si el yo está compuesto parcialmente de información, podría disiparse, pero no desaparecer.
En Orch-OR, la información cuántica en los microtúbulos podría recoherirse en otro lugar después de la muerte. Aunque no probado, implica que la conciencia no es estrictamente local ni terminal.
El Islam enseña que cada acto es registrado, y que el alma continúa en una vida después de la muerte. El Budismo enseña karma —la reverberación de la acción a través del tiempo y el renacimiento.
Si la conciencia está entrelazada, la muerte podría no ser un borrado, sino decoherencia —una transición a otro estado dentro del campo total del ser.
En Stargate Atlantis, el episodio “El Tao de Rodney” ofrece una profunda metáfora para nuestra condición. Rodney McKay es expuesto a un dispositivo de ascensión antiguo. La máquina perfecciona su biología: cognición mejorada, curación, telepatía. Se vuelve sobrehumano —sin embargo, no puede ascender.
¿Por qué? Porque la ascensión requiere no solo preparación biológica, sino rendición espiritual. Rodney se aferra a su ego. Teme a la muerte. Valora su inteligencia, pero no la compasión. Al final, casi muere —salvado solo por las acciones desinteresadas de sus amigos y su propio acto final de humildad.
Esto refleja nuestro estado actual. La humanidad ha perfeccionado sus herramientas: IA, CRISPR, reactores de fusión, sistemas de vigilancia. Pero carece de preparación ética. La máquina está construida. El corazón no.
Gaza se erige como una acusación. Hemos usado nuestra ciencia no para sanar, sino para destruir. La tecnología amplifica el vacío moral en nuestro centro. Como en el fracaso de Rodney, la perfección tecnológica sin transformación interna lleva a la fatalidad.
Los Antiguos en Stargate ofrecen una visión de esperanza. Tuvieron éxito donde Rodney —y la humanidad— fallan. Evolucionaron más allá de la forma física, no por accidente o invención, sino a través de disciplina espiritual y sabiduría ética.
Se convirtieron en seres de pura energía, existiendo en un estado superior. Dejaron atrás armas, ego e incluso individualidad para fusionarse con el campo universal. Su lección: la tecnología puede preparar el cuerpo, pero no el alma.
Esto refleja la ascensión budista y el miʿraj islámico (elevación espiritual), donde la unión con lo divino o lo universal requiere humildad, disciplina y rendición —no conquista ni inteligencia.
En Lucy (2014), la capacidad cerebral de la protagonista aumenta hasta que ya no se identifica como humana. Trasciende el tiempo y el espacio, convirtiéndose finalmente en uno con el universo. Su acto final no es dominar, sino disolverse en el campo, dejando atrás un mensaje simple: “Estoy en todas partes.”
El viaje de Lucy es lo opuesto al poder tecnocrático. Es la disolución del ego en la unidad —una expresión cinematográfica del nirvana budista o el fana’ sufí (autoaniquilación en Dios). Deja atrás conocimiento, no armas. Presencia, no dominación.
Si todo está entrelazado, entonces el karma se convierte en retroalimentación física. No es misticismo, sino resonancia.
Cada pensamiento, acción o intención altera el campo cuántico en el que todos participamos. Así como las ondas gravitacionales ondulan a través del espacio-tiempo, las acciones morales resuenan a través de la estructura del ser.
Por lo tanto, el karma es la conservación de la información ética. Un asesinato en Gaza reverbera en el corazón del universo. También lo hace un acto de misericordia. Nada se pierde.
Hemos alcanzado el fin de la utilidad de la evolución biológica. La selección natural nos ha llevado lejos —pero no puede prepararnos para los poderes que ahora poseemos. IA, nanotecnología, geoingeniería, colonización espacial —estos requieren evolución ética, no solo sofisticación cognitiva.
La próxima etapa no es física, sino moral. Debemos convertirnos en ciudadanos cósmicos, alineados con la armonía más profunda del campo. Esto significa compasión sobre dominación, mayordomía sobre extracción, meditación sobre manipulación y rendición sobre control.
Ya no podemos permitirnos el mito de que la tecnología nos salvará. Solo la conciencia puede.
La humanidad se encuentra ahora en una encrucijada. La misma tecnología que podría llevarnos a la salvación también puede llevarnos a la condenación.
Los Krell en la película Forbidden Planet fueron una civilización de inteligencia suprema y logros tecnológicos, pero fueron aniquilados en una sola noche por los monstruos de su interior —el Ello, como lo llamó Sigmund Freud.
Como ellos, nuestra tecnología tiene un gran poder, pero al mirar a Gaza, está claro que nuestros líderes carecen de la madurez espiritual para manejar ese poder de manera responsable, poniéndonos en un camino hacia la condenación.
Este ensayo es un último llamado desesperado: abracen la compasión sobre la dominación y remuevan a estos salvajes de las palancas del poder antes de que sea demasiado tarde.
Tomemos a los Antiguos de Stargate como modelo y esforcémonos por la superación personal cultivando la humildad, la sabiduría y la compasión, elevándonos por encima de nuestros egos en lugar de aferrarnos a nuestros bajos instintos que nos ordenan adorar la riqueza y el poder.