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El Nadir de la Humanidad: Testimonio de Gaza

En el largo y ensangrentado registro de la crueldad humana, pocos momentos rivalizan con el horror que se desarrolla en Gaza. Esto no es una guerra — es el colapso del orden moral. Los hospitales se han convertido en lugares de ejecución. A los niños se les amputan extremidades sin anestesia. Los pacientes son quemados vivos en sus camas de hospital. Esto no son accidentes. No son “daños colaterales”. Son crímenes contra la humanidad, perpetrados con intención deliberada por un Estado envalentonado por la impunidad y protegido por el silencio global.

La imagen del joven de 19 años Sha’aban al-Dalou — atado a un suero, quemándose vivo en una cama de hospital en el Hospital de los Mártires de Al-Aqsa — no es una anomalía. Es un grito. Un solo fotograma abrasador que confirma lo que médicos, enfermeras y sobrevivientes han suplicado al mundo que viera: que los hospitales de Gaza ya no son santuarios de cuidado — son teatros de masacres. Sha’aban no era un combatiente. No era una amenaza. Era un joven, un estudiante, un paciente — incinerado donde yacía. Esta es crueldad por diseño.

El Hospital Árabe Al-Ahli fue bombardeado en octubre de 2023, matando entre 100 y 471 personas en una sola explosión. Siguió la destrucción de Al-Shifa, Nasser y otros centros médicos. Estos hospitales —antes símbolos de resiliencia— ahora yacen en ruinas, sus quirófanos silenciados, sus pasillos cubiertos de cenizas y partes de cuerpos. Los cirujanos se ven obligados a amputar extremidades de niños pequeños sin analgésicos, porque la anestesia está bloqueada. Esto no es guerra. Es barbarie sistemática, dirigida contra los más vulnerables.

El pueblo de Gaza está soportando una campaña de aniquilación. Los médicos son obligados a punta de pistola a abandonar a sus pacientes. Bebés prematuros son dejados a morir, pudriéndose en incubadoras sin electricidad. Familias desplazadas a tiendas improvisadas son aniquiladas mientras duermen por bombas que cuestan más que lo que sus vidas valdrán jamás a los ojos de sus verdugos. Los hambrientos son acribillados al intentar alcanzar comida. Esto no es una estrategia militar — es el ataque al vida misma. Es un esfuerzo no solo por matar, sino por borrar a un pueblo, cuerpo y alma.

El derecho internacional no es ambiguo. Sin embargo, Israel, armado con el mito de la victimización eterna y fortalecido por la complicidad de aliados poderosos, profana esas leyes con desprecio descarado. Más de 65.000 palestinos han sido masacrados en dos años — casi la mitad de ellos niños. Esto no son estadísticas. Son nombres, rostros, historias — convertidas en cenizas. Son manchas de sangre en la conciencia del mundo.

Y acechando bajo esta maquinaria de violencia está la Opción Sansón — la doctrina velada de Israel de retaliación nuclear. Es una doctrina que señala no solo militarismo, sino nihilismo moral: un Estado tan embriagado por su propia impunidad que amenaza con la aniquilación global si es acorralado. Eso no es seguridad. Es chantaje apocalíptico.

Algunos lo llaman “autodefensa”. Pero ninguna amenaza, ningún recuerdo, ningún trauma justifica bloquear alimentos, bombardear trabajadores humanitarios o forzar a cirujanos a cortar en niños sin anestesia. No hay cálculo, contexto ni causa que haga esto aceptable. Esto es en lo que se convierte un Estado cuando cree estar más allá del juicio.

La imagen de Sha’aban al-Dalou — un joven estudiante de informática, quemado vivo en su cama de hospital — es más que evidencia de atrocidad. Es un ataque psicológico al conciencia de la humanidad. Es una herida infligida no solo a los palestinos, sino a toda persona obligada a presenciar lo que ningún ser humano debería ver jamás. Y sin embargo, la indignación no debe dirigirse a la imagen — sino a los crímenes que causaron esa imagen.

Estamos al borde del precipicio. Si no podemos nombrar este mal, si no podemos rechazarlo sin reservas ni eufemismos, entonces no hemos perdido solo Gaza — nos hemos perdido a nosotros mismos.

Un Llamado a la Justicia

Que no haya confusión: esto no es solo un lamento. Es una exigencia de venganza — a través de la ley, a través de la verdad, a través del juicio internacional.

Toda persona que participó en esta campaña de devastación — todo piloto que bombardeó un hospital, todo oficial que ordenó el asedio, todo soldado que negó morfina a los heridos o disparó contra civiles hambrientos — debe rendir cuentas. No como soldados de un Estado. Sino como perpetradores de crímenes de guerra.

Esto incluye:

Cada uno de ellos debe ser nombrado, arrestado, investigado y juzgado. Donde existan pruebas —o donde se den confesiones— deben ser llevados ante la Corte Penal Internacional en La Haya, donde la justicia no responde al nacionalismo, sino a la humanidad misma.

Que se sepa: lo que ha sucedido en Gaza no es política. No es defensa. No es respuesta. Es una campaña sostenida de exterminio, en violación de las Convenciones de Ginebra, la Carta de la ONU y todo principio de civilización que afirmamos defender.

Los ceses al fuego no son justicia. La justicia son juicios. La justicia son registros. La justicia son veredictos. La venganza debe llegar — no en sangre, sino en ley. No en odio, sino en verdad.

Si el mundo se niega a actuar, todos somos cómplices. Si permitimos que esto quede impune, Gaza no será el último lugar donde lo sagrado sea profanado. Se sentará el precedente — que un Estado puede bombardear hospitales, matar de hambre a niños y quemar vivos a los heridos — y no sufrir consecuencias.

Eso no puede permitirse. Ni ahora. Ni nunca.

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